La piel del
desierto; la nariz de la montaña; el oído del pozo; la sima de los placeres;
quizás la cima de los ojos; el vello del bosque; y los mares del movimiento,
incluso el respiratorio, una suerte de sístole y diástole de la frontera entre
el agua y la arena arribando y alejándose de la orilla en forma de silenciosos
holas y adioses. Incluso el magma nebuloso de los celos y el amor.
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Fragmento de "El rapto de Proserpina". Gian Lorenzo Bernini (1622) Galería Borghese, Roma.
Imagen tomada de internet.
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Luego
va la Naturaleza y nos obsequia con un elemento extraño complejo versátil de
irrepetible desconcierto, a saber: los dedos, las manos; tan difíciles de
aprehender en un lienzo o en una piedra. Quizá sean homotéticas manos y
piedras; me gustaría pensar que sí, tiene cierto encanto. Al fin y al cabo fue
con una piedra con la que el Hombre comenzó su trayectoria de infinito errabundo.
En el lumbral del saber se usó una piedra para ahuyentar y después el azar, si
no la puntería, se encargó de ingeniar otra forma de matar.
Al
buen observador no se le habrá escapado cómo los dedos de Plutón se hunden en
la piel de Proserpina, por lo que no es exagerado aventurarse a determinar que
con esta obra se alcanza la perfección en la talla de la piedra, pero la
perfección de las manos del escultor. La paradoja está en que se logra representando
cómo unas manos ejercen presión sobre una piel; y es ahí donde reside el
magisterio, puesto que es la piel hundida quien expresa la fuerza y no los
dedos.
Antes
asegurábamos que el movimiento entraba en los dominios del mar, del agua; los
gases también son considerados fluidos —o por lo menos obedecen a sus mismas
leyes físicas— así que las dunas que Saint-Exupéry admiraba desde su ingenio alado
no podían ser otra cosa que un mar de dedos presionando una piel infinita.
Seguro que esa no es la realidad, pero así me alcanza la sima.
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