domingo, 14 de mayo de 2017

Geografía humana

La piel del desierto; la nariz de la montaña; el oído del pozo; la sima de los placeres; quizás la cima de los ojos; el vello del bosque; y los mares del movimiento, incluso el respiratorio, una suerte de sístole y diástole de la frontera entre el agua y la arena arribando y alejándose de la orilla en forma de silenciosos holas y adioses. Incluso el magma nebuloso de los celos y el amor.
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Fragmento de "El rapto de Proserpina". Gian Lorenzo Bernini (1622) Galería Borghese, Roma.
Imagen tomada de internet.
Luego va la Naturaleza y nos obsequia con un elemento extraño complejo versátil de irrepetible desconcierto, a saber: los dedos, las manos; tan difíciles de aprehender en un lienzo o en una piedra. Quizá sean homotéticas manos y piedras; me gustaría pensar que sí, tiene cierto encanto. Al fin y al cabo fue con una piedra con la que el Hombre comenzó su trayectoria de infinito errabundo. En el lumbral del saber se usó una piedra para ahuyentar y después el azar, si no la puntería, se encargó de ingeniar otra forma de matar.
Al buen observador no se le habrá escapado cómo los dedos de Plutón se hunden en la piel de Proserpina, por lo que no es exagerado aventurarse a determinar que con esta obra se alcanza la perfección en la talla de la piedra, pero la perfección de las manos del escultor. La paradoja está en que se logra representando cómo unas manos ejercen presión sobre una piel; y es ahí donde reside el magisterio, puesto que es la piel hundida quien expresa la fuerza y no los dedos.
Antes asegurábamos que el movimiento entraba en los dominios del mar, del agua; los gases también son considerados fluidos —o por lo menos obedecen a sus mismas leyes físicas— así que las dunas que Saint-Exupéry admiraba desde su ingenio alado no podían ser otra cosa que un mar de dedos presionando una piel infinita. Seguro que esa no es la realidad, pero así me alcanza la sima.

jueves, 11 de mayo de 2017

Efeméride

También efemérides, pero más correcto en singular si lo que se busca es la singularidad, como es el caso. De cualquiera de sus formas lo que nos preocupa —o aterra, como diría aquel— no es tanto su significado como su uso, incluso a quién se le aplica; porque dependiendo del personaje no es lo mismo si se celebra su nacimiento como su fallecimiento.
Tenemos muy claro que la efeméride natal o mortal no está para nada relacionada con la bondad o maldad del sujeto, pero debería: de los buenos habría que recordar su nacimiento; mientras que de los muy malos, su muerte —de los malos a secas ya se encargará el tiempo de borrarlos de la memoria—. Pero seguro estoy que, de inmediato, se alzarían las voces cuestionando el grado de bondad o maldad por lo subjetivo del juicio, de la mano siempre con el ámbito cultural; por ello no ilustramos esta entrada con ningún personaje real.
No obstante, el étimo da pistas; “ephêmeridos” como referido a lo más notable del día, si lo celebrado es una muerte de cualquier forma resulta de mal gusto (que viene a ser como el modal aplauso con que se cierran los entierros ahora); parece más acertado siempre celebrar un nacimiento, y no hay que argüir que cuando se nace no se ha hecho todavía nada, sino que es el nacer un hecho de universal regocijo, mucho más que el de la muerte.
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Henry: Portrait of a Serial Killer – 1986. De John McNaughton y protagonizada por Michael Rooker. Imagen tomada de Internet.

Todo esto resulta contradictorio si lo aplicamos al aniversario del estreno de una película que narra un segmento de la vida del asesino en serie Henry Lee Lucas; otra aporía más para esta bitácora venida a menos y una excusa para revisar el magnífico trabajo de Michael Rooker, otro gran actor devorado por el éxito de su personaje, como Malcolm McDowell, Peter Lorre y tantos otros. Pero ese es otro tema.