domingo, 10 de junio de 2012

El origen del mundo


La obra de Courbet no fue bautizada con ese nombre hasta bastante después de haber sido creada. Era un encargo personal de un Bey turco para su uso y disfrute –sexual- porque el onanismo masculino es una práctica universal que no entiende de religiones ni de naciones. El lienzo mide 50 x 46 cm que, a la distancia adecuada –unos 2 m- toma su protagonista el tamaño exacto y natural de lo que representa. No se necesita ser un lince para ver que estamos ante las prehistóricas páginas centrales de la revista Plaiboi[1]. El encargo, vamos a llamar al cuadro desde ahora así, fue condenado al ostracismo al poco tiempo de ser creado porque su dueño, el Bey –un calavera y pendenciero-, se arruinó con el juego y dos años después de ser pintado pasó a la lúgubre y lóbrega trastienda de un anticuario de arte.

Gustave Courbet: El orígen del mundo (1866)
Musée d'Orsay. Paris

Este encargo fue único en su momento puesto que la figura humana aparece mutilada –desmembrada y decapitada- motivo por el que causó tanto rechazo. Estamos ante una obra de arte contemporáneo porque lo primordial no es el todo, sino las partes, y por cómo se muestran. No existe retórica en el discurso. Se muestra el mensaje como es. Los protagonistas son el pubis, el vientre y el seno. Tres elementos complementarios para apoyar el único motivo: el origen del mundo –recordemos que cuando se crea todavía no tiene título, éste es muy posterior, en pleno siglo XX-. El mundo se origina por el deseo primitivo del individuo por permanecer más allá de la vida; se desarrolla o transmuta de embrión a naturaleza en el vientre y acaba nutriéndose del pecho –no es casual que sólo se muestre uno, no se necesita más-. El sexo es el instrumento y el faro del deseo; el ombligo, el vórtice del vientre; un pezón esbozado, la baliza del seno.

Una sábana o tela blanca ensortijada envuelve el cuerpo como entre un halo de humo, como si el torso surgiera de la espesura de la imaginación. No es un blanco inmaculado porque el fin de este encargo es, cuanto menos, innoble. Cierto es también que con el recurso de la sábana, el autor se evita el esfuerzo de seguir dibujando partes del cuerpo que distraen del mensaje principal. Pero es un recurso acertado puesto que el fondo es oscuro, casi negro. La sábana es el batallón de luces que enmarcan la escena central, como en las barracas de feria, o casinos de desiertos, que tan bien nos explicara Venturi[2] cien años después.

Con todo esto, y sin extenderme más en disquisiciones teóricas, quería aprovechar la ocasión para revindicar el verdadero sentido de esta obra, que no era otro que el disfrute, el placer sin más, el desahogo de tensiones, la serenidad que transmite a quien lo mira –o lo admira-. El sexo es lo que tiene, que relaja, aunque sea sólo mirándolo, lo que convierte a los –y las, que nadie se lleve a engaño-  visitantes en el museo en unos “voyeurs” involuntarios, inconscientes –no conscientes- de ello.


[1] No es que no sepa escribirlo, es que no quiero problemas legales.
[2] Robert Venturi: Aprendiendo de Las Vegas (1972). Ed. Gustavo Gili