lunes, 27 de enero de 2014

Vientos de decadencia

Hace poco escuché por la radio que se había realizado un estudio donde se demostraba que el ser humano es incapaz de vivir sin la música y su influencia en el estado de ánimo y —por ende— en la salud de las personas. Resolvía el estudio que aquellos que nunca escuchaban nada de música tenían el carácter agriado y, lo más importante, se lo agriaban a los de su entorno. El estudio llegaba más lejos al afirmar que el tipo de música también variaba los ánimos. Bien, hasta aquí, todo es evidente; se podían haber ahorrado el estudio. Eso ya lo sabíamos, de hecho, llevamos experimentándolo desde que tenemos uso de razón —sí, es cierto, los que me conozcan dirán de mí que aún no la tengo, no se lo discuto ni reprocho—. Pero lo que no reflejaba el estudio era la influencia de los distintos instrumentos en una pieza musical para que esta tenga un resultado determinado. Y es aquí, llegados a este punto, donde quiero hacer la siguiente reflexión: “los vientos, como sucede en el advenimiento de mi tan admirado Apocalipsis de Juan de Patmos, anuncian la decadencia de los grupos, me refiero sobre todo a los de rock y pop”. Se me ocurren una infinidad de grupos que, una vez alcanzado su máximo reconocimiento por parte de un grupo social determinado, incorporaron una sección de vientos —en concreto trompetas— y aquello fue el inicio de su fin. Elvis (Presley), The Cure, The Police, The Beatles, Soft Cell...—los casos de grupos españoles es más sangrante todavía— No estoy diciendo que sus canciones o temas fuesen malos, tampoco que la calidad del grupo descendiera —bueno, en algunos, sí—, sino que a partir de ahí se produce un distanciamiento con la mayoría de sus primeros seguidores por querer llegar a un mayor número de personas y, en consecuencia, se abandonan las claves del éxito inicial. Al parecer, con los vientos, la propuesta inicial se dulcifica, se hace más accesible al resto; convirtiéndose la vanguardia en modernidad. Hay honrosas excepciones como la de Jethro Tull, pero claro, ¿alguien puede imaginarse la existencia de este grupo sin la fabulosa flauta de Ian Anderson, además de que este instrumento fuera parte en su propuesta inicial y el elemento que los distinguía del resto de grupos de los 70? Es una pregunta retórica puesto que lea respuesta es no; de hecho, Ian todavía sigue en activo con su grupo experimentando con su fórmula inicial, inagotable.
Decía que, por lo general, son las trompetas las anunciadoras de tal decadencia —quizás sea por su estridencia natural, no lo sé—. El caso es que cuando lo que se incorporan son saxos, el efecto decadente no resulta tan evidente puesto que su sonido tiene una presencia mucho más suave y la muerte del grupo resulta más lacónica por larga; o si se quiere ver de este modo, el cambio de estilo y su consecuente público, mucho más lento. Este sería el caso del Dion, el de The Belmonts, pero sin The Belmonts —estoy pensando en concreto en su magnífico y casi desconocido tema “(I was) Born to cry” del que hiciera tan fantástica y alcohólica versión Johnny Thunders en solitario (cantante de New York Dolls)—.
Otro ejemplo de saxo decadente sería el del conocidísimo tema de Screamin' Jay Hawkins “I put a spell on you”, más alcohólico que el anterior si cabe y cuya versión más conocida es la de los Creedence Clearwater Revival, pero estos chicos, que no eran tontos y siempre fieles a su estilo sustituyeron el instrumento apocalíptico por una genial guitarra; como Carlos Santana quien, lejos de adoptar en su música los vientos de su tierra, como no podía ser de otra manera, los sustituye por su guitarra-fregona* —y algún órgano Hammond como el de “oye cómo va”— y se queda con lo único que caracteriza la música latina que es el ritmo de la percusión.
La excepción de este instrumento es Bowie, pero en el caso del Duque blanco está escusado porque el saxo es su instrumento y rara vez no aparece en sus temas, es decir, que cada vez que puede lo introduce. A mí no me extraña nada que lo hiciera porque no conozco a nadie que haya compuesto temas más decadentes y hermosos que él. Pero ese es otro tema.




* No recuerdo bien a quién le escuché este término, quizás me lo haya inventado yo, pero viene a ser algo así como que oir su guitarra te deja el ánimo limpio de preocupaciones y listo para bailar; porque es imposible no moverse con su música, aunque sólo sea un pie o la cabeza.

domingo, 26 de enero de 2014

Citas saludables

La ambigüedad en la literatura es un tema apasionante para quien les escribe, tanto que siempre hemos rechazado todo aquello que no nos permita imaginar; como la descripción hiperrealista que algunos autores se empeñan en mostrarnos como un alarde de su imaginación, relegándonos a los lectores a meros videntes, quizás visualizadores —que no observadores—, de su esfuerzo. Siempre hemos querido ser partícipes de la experiencia compartida de la escritura y la lectura y en ello estamos.
     Sin dar más pistas al lector, afirmaremos que lo mejor de una cita es que sea corta. En la brevedad, como decía Shakespeare, reside el ingenio. Puesto que ni somos ingenieros ni ingeniosos por carecer de esta cualidad; al menos intentamos ser ambiguos.
     Una cita saludable, además de corta, tiene que poder recordarse porque, de lo contrario, la sensación es que ni se ha interiorizado ni ha resultado memorable —por memorizada—. Pero tanto el recuerdo como la memoria admiten a la vez lo bueno y lo malo, siendo siempre lo primero alentador y lo segundo deprimente; así que para que nuestra cita sea saludable debe ser, por lo menos, repetible o dejar una puerta abierta al estímulo de poder ser repetida. Y, sobre todo, educada, para que cuando se la reconozca por la calle, por lo menos salude.