lunes, 24 de octubre de 2011

Demonios fuera

De vez en cuando, de tanto en tanto, es necesario echar demonios fuera, purgarse de la mala leche que el día a día te va colmando. Antes de cometer una tontería, las personas civilizadas -y las salvajes también- tenemos que desahogarnos, no se puede ser siempre simpático, ecuánime, observador, callado y obediente sin pagar un precio a cambio (siempre he tenido la duda de si se dice "precio" o "predio") De vez en cuando, de tanto en tanto, es necesario ser un capullo, un cabronazo, un malasangre y un malaje. Practicarlo con otras personas, sobre otras personas, termina por ser una venganza injustificada porque es con la rutina y los sinsabores de la vida con quien en realidad se está furioso -yo siempre me arrepiento cuando me vengo de alguien- así que, para quien os escribe, la salida de emergencia es la escritura. Sí, habéis leído bien, la escritura, y no la lectura, porque la lectura es un acto de aprendizaje, de absorción, de aleccionamiento y la escritura es el acto complementario, el de vuelta, de vómito, de desfogue, de liberación en definitiva.
     Toda una vida dedicada a la lectura en sus múltilpes manifestaciones (para leer no es necesario un libro, o dicho de otra forma: los libros no tienen el monopolio del acto de la lectura) deriva sin remisión a un acto de escritura. Es imposible dedicarse media vida a la lectura sin tomar la decisión, en un determinado tiempo o estadio vital de la persona, de escribir -también en cualquiera de sus manifestaciones- algo. Ese algo siempre, repito, siempre es una experiencia vital de una manera más o menos explícita, con los medios  que se domine -aunque sea sólo con la palabra- para sacar los demonios internos, para conjurarse por un tiempo de ellos.
     No obstante, no es fácil, porque el trayecto del cerebro al medio exterior tiene que pasar por un sistema nervioso, por un sistema represor (la conciencia) una destreza en una técnica de representación o expresión (palabra, escritura, dibujo, fotografía, música...) la voluntad final y la ya consabida cantidad de mala leche, que es inversamente proporcional a la capacidad de poder expresar a los demás los sentimientos y poder compartirlos. Pero al final, si se consigue expresar un mínimo del interior de cada uno, un demonio habrá salido de nosotros y, en función de cómo de bien lo hayamos expresado o los demás lo hayan entendido estará más lejos y por más tiempo. Y eso será un triunfo, al menos para quien firma esto lo es.
     El aire era rosa porque no tenía piel es, además de una hermosa estrofa de una canción (Ritmo en la ciudad) de Javier Corcobado, una puerta de la locura a la cordura tanto para él como para mí. Pero yo sólo alcanzo a ser un simple imitador de sus metáforas.


jueves, 6 de octubre de 2011

Querido Harry

Tengo que avisar que este artículo no trata del niño repelente aprendiz de brujo montado sobre una escoba y con gafas redondas que le hacen más repelente si cabe. Esto va del otro, del auténtico inspector Callahan, Harry Callahan, del canalla, del apuesto, del queridito y sucio (Dirty) Harry.

Al autor de este artículo le ha sido imposible encontrar un fotograma de la película en internet en el que no aparezca el famoso magnum 44 tan amenazante.
El personaje no difiere mucho de un superhéroe de cómic de la Marvel, la diferencia es que sus poderes se centran en su Mágnum 44 y en una retahíla de frases sentenciadoras fuera de cualquier réplica posible. Con esas armas, más la asombrosa y envolvente música de estilo superblackexplotation de Lalo Schiffin, Donald Siegel hace una película perfecta. Y digo perfecta sin reparos porque funciona 40 años después y eso sólo está al alcance de las obras maestras y porque tres generaciones de personas no pueden estar equivocadas, o puede que sí. El caso es que aunque su mensaje destile fascismo del rancio (no es otra cosa que el ideal del triunfador americano, del norte, mezclado con el culto a las armas y su dichosa segunda enmienda de su carta magna) no se puede sin acabar teniendo cierta simpatía por el personaje. La fórmula es vieja en el cine: buenos contra malos, pero aquí se varía porque toda la película se nos muestra al héroe como más malo y cabrón que el malo de verdad. John Waine no daba un puñetazo si antes no le atizaban a él (esto tiene que ver con la política de los EE.UU. de no iniciar nunca los conflictos –si es que alguien quiere creérselo todavía- que el departamento de defensa se encarga mediante la censura de dejar bien claro en todos los films) y si antes no se exponían las razones de ambos. Algo es algo. El problema de Harry, como el de otros tantos héroes americanos, es que el mensaje tiene que ser muy claro: si estás fuera de la ley acabas a dos metros bajo tierra, sí o sí.
Harry, en definitiva, no es más que es un prisionero de lo que se espera de él, un brazo armado de la ley, un icono de los que no creen que sea posible luchar contra el crimen con otras armas que no sean las pistolas. Pero aún se encierra un problema mayor como es el de la pena de muerte. La película se desarrolla en San Francisco (en California no existe) y lo que se propone es que Harry es la solución para vaciar las cárceles de los costosos criminales (aquí, en España, es cuestión de tiempo para que, con la excusa de la crisis, se empiece a agitar desde los sectores rancios y retrógrados del país las conciencias de la gente de a pie) y además un sistema infalible para agilizar el sistema judicial, que si aquí es lenta en América (del norte) encima se puede comprar.

N.A.: se ruega no descontextualizar ninguna de las frases escritas en caso de copiarlas.